Diario de librera: Las penalidades de ser libro






Llegan desesperados, como si nadie les hubiera hecho el más mínimo caso nunca. Algunos se deshojan nada más tocarlos, una caricia es suficiente para que sus páginas se desbaraten sin soportarlo. A otros, la humedad les ha borrado las palabras y entre hongos se diluyen sus argumentos ficticios e ideas originales.

Muchos están intactos, con la lámina de celulosa transparente que usan en las fábricas para no contagiar a un libro con otro. Parece que sus dueños tomaron la misma decisión, no contagiarse al leerlos. Que no te lean siendo libro tiene que ser casi tan doloroso como que no te entiendan siendo persona.

El dolor de los libros es muy parecido al dolor de las personas, supongo entonces que la manera de tratarlos puede ser la misma que usamos contra nosotros, tal vez también contra los demás.



Diario de librera: Las huellas y la máquina





Rastreamos las huellas que dejan los dueños en los libros depositadas. Fotografías en blanco y negro, billetes de tren y notas manuscritas para una clase de latín en 1957 nos emocionan. En cada huella, una vida ajena a ese descuido. 

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Casi todos los autores de la biblioteca han muerto. Ahora los libros se me antojan lápidas en un cementerio. Ordenadas de la A a la Z, las lápidas de mi biblioteca tienen cada una su historia, pero esa es otra historia.

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Un libro es una máquina del pensamiento, un artefacto voluntario que se alimenta e incendia por combustión verbal e imaginaria en la mente del que lee. En sus páginas cabe todo lo que la máquina imagina y si lo imagina es que existe. Lo que existe siempre se puede escribir y leer. Leer y escribir es un maquinar del pensamiento.